lunes, 3 de noviembre de 2014

Día de las brujas. 31.10.2014

Siempre adoré Halloween. Soy un humano promedio que le gusta el día de las brujas, la navidad y poner decoraciones. Mis 29 (!) años de experiencia me indican que todo se remite a la infancia. Si era tu fecha favorita del año, lo será por siempre aún cuando deje de ser tan chévere y te cause menos ilusión y si, por el contrario, era una época horrible, la odiarás por siempre.

A mi me gustaba el día de las brujas por los disfraces. Era pura emoción escoger el disfraz del año respectivo. Emoción añadida porque -sorprendentemente teniendo en cuenta las escazas habilidades manuales de mi madre- eran hechos o (re)hechos en casa. No era una cuestión de dinero, era simplemente tener el disfraz más chévere posible y alargar toda la historia con la hechura del disfraz. Incluso a veces comprabámos disfraces enteros en el Only para usar sus accesorios en los nuestros.

Recuerdo dos especialmente:

El murciélago de quinto de primaria de mi hermana. Hit absoluto. La empacaron en una trusa negra de la cual colgaban unas alas que le costaron muchas horas de sueño a mi madre y, lo mejor, la embadurnaron en pintura negra hasta que no quedó el más mínimo atisbo de piel blanca. Mi hermana se transformó en un palo negro con alas y ojos verdes gigantes andante. Era divertido porque asustó a un montón de niños.

Mi extraterrestre de tercero de primaria:

Compramos un disfraz de tortuga ninja para usar el traje enterizo verde sapo como base al cual le adicionamos unos pies de cartón enormes, tres ojos de icopor y cinco brazos (también de cartón recubierto con medias) y claro, la respectiva embadurnada en pintura verde.

Luego mi hermana ya se fue al colegio de bachillerato donde no se disfrazaban y disminuyó el interés en el asunto. En parte por eso y en parte porque yo me armé en pre-adolescente fastidiosa prematura (siguiendo a mi mejor amiga) y ya no quería disfrazarme de cosas divertidas. Entonces en cuarto fuímos corriendo la noche anterior a comprar el último disfraz restante en el Only que era de algún tipo de princesa que nadie conocía y que me tuvo todo el día siguiente respondiendo a la fastidiosa pregunta -de qué estás disfrazada? Ya en quinto, nos pusimos de acuerdo con las otras dos chicas del curso para disfrazarnos de "porristas". Tan aburrido nuestro disfraz que usamos las faldas del uniforme de educación física para ello.

Golosa desde la cuna, cualquier tipo de dulce era un placer. Lamentablemente habitábamos en un barrio donde no había más niños ni casas a las cuales ir a pedir dulces entonces sólo una única vez en mi infancia (que pasamos la noche en Ubaté -Cundinarmarca-) logré hacerme a una bolsa aterradoramente grande de dulces. Sobra decir que no duraron un par de días.

Después pasó la aburrida adolescencia dónde daba oso disfrazarse y, por mucho, sacábamos provecho de la hermana menor de alguien para ir a gorrear dulces puerta a puerta.

Superada la estupidez y permitido el consumo -legal- de alcohol, llegaron las fiestas de disfraces. Qué dicha! planear el disfraz y luego perderse con mi madre (que siempre me sigue la cuerda) durante horas en San Victorino comprando accesorios y maricadas. También durante esta época mi hermana, mis primas y otras tantas sacaron provecho de mi clóset de vestuario de ballet para disfrazarse de holandesa, bailarina punk, gitana, angel, mujer del renascimiento, etc.

Sin embargo, ahora vivo en Lisboa y acá no se le da tanta atención la noche de Brujas. De hecho, la disfrazada sucede tradicionalmente en la noche de carnaval (por allá hacía abril) y sólo muy recientemente comenzaron con la historia del halloween. Además, Raquel poco o nada gusta de los disfraces por lo que los últimos cuatro años el día de las brujas pasa sin pena ni gloria. La adultez...

FIN.



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