son las tres y media de la tarde, una tarde cualquiera de esas que lentas transcurren cuando me veo obliga a permanecer en un espacio.
espero atenta a que reloj marque las cuatro y salir; corriendo, enchufada al Ipod, con pasos largos para, media hora más tarde, abrir la puerta de mi casa y sentir que - al fin- empieza mi día.
Las nueve horas precedentes no existen. Me levanto y me pongo un disfraz de oficinista que no soy. Sonrío, escribo, escribo, escribo y escribo. Escribo considerando, impajaritablemente, en atención a, así las cosas, acaecidos, sub examines, vislumbra, allega, plenario, obra... me dejo en pausa y acometo un expediente tras otro.
Luego llega la hora en que me parece decente irme, -que no la hora de irse- y huyo a continuar mi vida temporalmente suspendida. uso las horas restantes en atacar libros, bailar en el hall de la casa, luchar para que las octavas resulten afinadas, comer gominolas en la cama.
Descubro que ya no resulta doloroso ponerse el disfraz, entra este fácilmente lubricado por una consignación mensual y, sobretodo, la idea de temporalidad... podría ser peor, mucho peor, pienso cada cierto tiempo, cuando la tela rígida que rige este mundo me empieza a dar piquiña.
hoy me supera el expediente pendiente. no me abandona la idea de que estoy pasando algo por alto. decido darle una noche más a mi almohada iluminarme el camino.
siete minutos para las cuatro. voy apagando.
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