viernes, 7 de mayo de 2010




Escuchando Peaches mientras condeno a un desgraciado (en el doble sentido de la palabra) más.

(...)

Son las siete de la mañana y nadie ha llegado aún. Mis compañeros tienen la extraña costumbre de llegar a la hora estipulada e irse tardísimo.Yo llego temprano y me voy temprano.

Como voy en sobrehabit y mis padres quienes, conociéndome, me advirtieron sobre la relación instrínseca de sobresalir en exceso con el ambiente hostil de trabajo, decido aplazar la condena un ratico y pasearme por aquí.

Ese plano hecho en paint es mi oficina. Está ubicada en un edificio de esos que llaman inteligentes. Con carnets que incluyen chip, ascensores que hablan y mucha mucha seguridad. Para entrar hay que presentarle el carnet a la exclusa y entrar en la cápsula de vidrio que se te abre para que te hagan un scanneado.

Luego pasas por las secretarías. Ahí trabajan los pobres que han de lidiar con el público. Los que se las ven con el abogado impaciente, con el que pretende que le reciban después de la fecha límite y con el estudiante que no sabe dónde tiene la nariz (ni cual es la cuerda procesal).

Además de inteligente, es un edificio oligarca. De la arquitectura deduces, perfectamente, en qué grado de la escala salarial (y hasta social) te encuentras.

Las "cocinas" centro neurálgico de las chicas de servicios generales: diminutos espacios de dos metros cuadrados (con suerte) donde cocinan el almuerzo y preparan cafés e infusiones para los doctores. Ahí mismo, guardan los implementos de aseo. Tienen un banco de esos de madera para sentarse.

Los despachos, dominio de jefes y el pelotón de empleados. Un espacio relativamente amplio, dividido así: 2/3 partes para el jefe y 1/3 parte para el pelotón. El jefe tiene dos bibliotecas, escritorio esquinero, las ventanas, mesa para dos personas y baño privado. En el tercio restante, encuentras acumulados tres escritorios y un archivador, donde se conglomeran con escasa luz natural, entre ad honorems (estudiantes en práctica) y el auxiliar unas cinco personas. (mi jefe es de los chéveres que comparte su despacho con los ad honorem y así no están tan estripados o, cuando menos, se estripan todos en igualdad de condiciones)

Las Salas, centros de reuniones. Sirven indistintamente para celebrar cumpleaños y para que los jefes se sienten a discutir. Traen mesas de juntas y cómodos sofás. Ventanales amplios.

Yo soy una de las auxiliares, pero de las temporales. Así, como somos una espécimen recién creado (llamada a evitar el previsible colapso de los despachos), no fuimos diseñados y nos enviaron al primer espacio desocupado que encontraron.

Somos los desterrados. Hasta nuestra ubicación no llega "nombre-femenino-en-diminutivo", la de los cafés, tampoco llegan las del aseo, ni la que repone el papel higiénico en el baño.

Así, inicialmente, vivíamos entre el polvo, las mesas manchadas, un baño (mixto) apenas pasable y sin café. Sin embargo, los-de-descongestión, ya nos organizamos y armamos parche aparte: Nuestra cafetera, provisión de papel higénico y llamada semanal a los de aseo para recordar nuestra existencia.

Y bueno, aquellos encargados de nuestra comodidad no llegan, pero, tampoco llegan, aquellos encargados de nuestra des-comodidad: los jefes. Tan perezosos como para caminar un pasillo y descender un piso, por acá no asoman las narices. Así, te evitas todo el trabajo urgente, o la tontería que, según el jefe, haces en cinco minutos (que en realidad son veinte), los favores varios (desde sacar una fotocopia hasta ir a recoger el proceso que se le quedó en la casa) y la patinada de los procesos (pasar de despacho en despacho recolectando firmas).

Así que, en últimas, no está mal.

Ahora son las ocho y ya empezaron a arribar mis compañeros de infortunio. Esto ya está como muy largo; así que, dejo para el siguiente momento libre, la descripción de mi oficina y los retratos hablados de mis colegas.

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